"Quiero hablar de un viaje que he estado haciendo, un viaje más allá de todas las fronteras conocidas..." James Cowan: "El sueño del cartógrafo", Península, 1997.

jueves, 15 de mayo de 2008

Las culturas del trabajo y la sociedad de la indiferencia y de la sumisión (CCCB)

Exposición del CCCB del 2000

Enlace:

http://www.cccb.org/rcs_gene/27-culturestreball-ramo-caste.pdf

Las culturas del trabajo 23/05/2000 - 17/09/2000



Tiempos modernos



1. «Ganarás el pan con el sudor de tu frente». La modernidad consagró definitivamente
este principio cristiano. Todavía hoy parece no aceptarse otro modo de vida que el que
deriva de la sentencia bíblica. El que no trabaja no tiene derecho a exigir. No hay dignidad
que no venga avalada por el trabajo.

El trabajo ha sido, especialmente en los dos últimos siglos, un factor determinante en
el «estar» del hombre en el mundo. A partir del trabajo se ha estructurado la actividad
social (la producción y el ocio, los modos de interpretar el mundo –ideologías– y la con-
flictividad social básica). Sobre el trabajo se ha organizado la distribución de la riqueza.
Sobre el trabajo se ha construido el sistema de sentido y significaciones necesario para
transitar por la vida. Fue la revolución industrial que sentó las bases de la modernidad la
que elevó el trabajo a categoría ética. Trabajar estaba bien, no trabajar estaba mal. Así se
pretendía hacer aceptar a la ciudadanía la renuncia a los modos de trabajo propios de la
cultura artesanal para incorporarse –por las buenas o por las malas– al proceso de
producción industrial. Los reformistas de principios del XIX establecieron las normas y
criterios –incluso los modelos arquitectónicos (el panopticón de Bentham)– que, por la vía
del control de tiempo y la fijación en un lugar, aseguraban la optimización del uso del
hombre como fuerza de trabajo, su incorporación a la rueda de la producción. Frente a la
lógica de la explotación y de la sumisión que imponía la ética del trabajo se fue
desarrollando una cultura de respuesta, la cultura obrera.

La ruptura que dio pasó a la sociedad industrial fue enormemente costosa. Pero con
el tiempo esta nueva forma de trabajo, una vez consolidada, se convirtió en motor de
sentido y de presencia en el mundo. Ahora este paradigma suavizado por la fuerza de los
conflictos sociales entra en mutación. Entramos en una nueva era que apunta a cambios
fundamentales; El trabajo sigue siendo la referencia, pero como ha dicho Bauman la carta
de ciudadanía ya no la da tanto el trabajo como el consumo. La nueva tecnología optimiza la capacidad de producción. En las sociedades avanzadas la mano de obra es más
prescindible. El que no sigue queda condenado a la marginación. La sociedad se dualiza
bajo la presión del proceso de globalización. Otra vez algunas voces lloran el mundo del
trabajo que se pierde y hacen doblar las campanas por la crisis de sentido que acompaña
el cambio de época. Pero la transformación sigue. Sin la radicalidad de quienes vehiculan
la ideología del «fin del trabajo», pero con un ritmo constante. Hasta estabilizar un nuevo
estadio, con otra significación del trabajo, quizás con una menor centralidad en la vida
social. De ser así, la tercera ola significaría realmente una de las mayores rupturas de la
humanidad.

Al presentar una exposición sobre el trabajo desde la perspectiva de las culturas que
en torno a él se han construido queremos: a) señalar la centralidad social del trabajo
durante su larga e intensa aventura, y b) reflexionar sobre los horizontes de transfor-
mación que un cambio en el paradigma trabajo apunta.



2. Podemos hablar de cultura del trabajo en tres sentidos: organizativo, simbólico y
socializador.



a) La cultura de la organización del trabajo. Toda realidad social genera sus
mecanismos organizativos. Para que el trabajo sea efectivo se han desarrollado una serie
de técnicas de maximización del rendimiento, de encuadramiento de los trabajadores y de
estructuración de los procesos de producción. Es el nivel más inmediato de la cultura del
trabajo. Naturalmente todas estas técnicas de utilización de los utensilios de producción y
de optimización del rendimiento de la fuerza de trabajo han provocado discursos de re-
fuerzo y de reacción. La cultura de la organización del trabajo concierne a sus técnicas de
desarrollo pero también a los modos (ya los discursos) en torno a los cuales se han
organizado empresarios y trabajadores. La cultura del trabajo es en este sentido también
la cultura de la conflictividad social. Si, como ha escrito Jacques Lessourne, «con la
revolución industrial, el hombre se ha dotado de prótesis para los brazos, con las
tecnologías de la información y de la comunicación se ha dotado de prótesis para el ce-
rebro», estos cambios se traducirán –se están traduciendo ya– en cambios no sólo en las
técnicas del trabajo sino también en los modos de la conflictividad social.



b) El trabajo y lo simbólico. El papel determinante del trabajo en la sociedad ha
hecho que su capacidad de generar cultura alcanzase también el terreno de lo simbólico.
Desde la arquitectura del trabajo –donde lo eficiente conjuga con el poder y la forma–
hasta las artes plásticas o el cine, el trabajo es un tema recurrente en la cultura. De la
exaltación del trabajo a la crítica de las condiciones de explotación, pasando por la
fascinación por lo tecnológico o la figura del trabajador, las vanguardias artísticas han
transitado a menudo a través de una cuestión que ha jugado un papel definitivo en la
determinación de lo que se puede pensar en la sociedad industrial. Al fin y al cabo en
todas las ideologías el trabajo opera como un factor de redención: de redención moral, de
redención económica o de redención social.



c) El trabajo y las mentalidades. Una característica de la sociedad industrial es que el
trabajo opera como principal factor de socialización. Fuera del trabajo sólo hay la
marginación, una amenaza que actúa psicológicamente sobre el trabajador y
económicamente para el mantenimiento de los salarios a la baja. El trabajo ha penetrado
las mentalidades y ha sido durante mucho tiempo el principal factor de identidad del
ciudadano. Cuando se le pregunta a alguien: «¿y tú qué eres?», la respuesta que se
espera –y que casi siempre se da– es aquello en lo que trabaja. Y, sin embargo, las
restricciones del mercado de trabajo y las perspectivas de un trabajo futuro en función de
una mayor movilidad y polivalencia (flexibilidad laboral es la expresión de moda) anuncia
cambios que concernirán también al ámbito de las mentalidades. ¿Dejará de tener el
trabajo el carácter de fundamento antropológico que ha tenido en cierto modo desde la
expulsión del paraíso pero especialmente desde la Revolución Industrial? ¿Puede el hom-
bre conseguir su verdadera emancipación: el triunfo sobre el castigo divino?



3. Toda gran mutación lleva acompañamiento ideológico. Lo que determina el cambio es la
tecnología, que permite hacer mucho más con mucha menos gente. La tecnología
telemática –con Internet como símbolo– afecta directamente además a la organización y a
las posibilidades de autonomización del trabajo. La nueva utopía capitalista nos habla de
un nuevo estilo de trabajo basado en la flexibilidad laboral, la formación permanente, el
cambio constante de tareas, la fragmentación en equipos más reducidos y autónomos, la
corresponsabilización y una alta creatividad. De todo ello hay en estos tiempos, en que
parece como si la riqueza y la felicidad estuvieran en la pantalla del ordenador.

El consumidor (nueva estrella social), dicen, tiene la palabra. La pirámide se invierte:
es el comprador el que decide. La quintaesencia de esta fantasía ideológica viene
expresada por un estallido poético del economista liberal español Pedro Schwartz que dice
que el capitalismo premia «el acierto en satisfacer a nuestros semejantes, en crear valor
descubriendo lo que están dispuestos a comprar». Ni que el capitalismo fuera la orden de
la madre Teresa de Calcuta. Cada época tiene su utopía, es la hora de las utopías
neocapitalistas. El trabajo cambia, ciertamente, pero la experiencia demuestra que todavía
hay más promesa que realidad. El teletrabajo sigue coexistiendo con viejas estructuras
empresariales. Y el proceso de globalización es todavía una banda estrecha, colocada
como una faja en el mapa del mundo. De modo que en el planeta se encuentran en este
momento las formas más primitivas y las formas más avanzadas del trabajo. Habrá que
ver qué dinámica impone la globalización: la modernización generalizada del planeta o la
división cada vez más profunda en dos sociedades, la emergente y la definitivamente
sumergida.

El futuro del trabajo es un laberinto del que todavía desconocemos la salida. Y así se
expresa en la exposición. Los mensajes son a menudo contradictorios. Las experiencias
presentan enormes contrastes. Esta exposición trata de relatar la aventura reciente del
trabajo, estar atenta a las mutaciones que llegan y expresa la confianza de que
efectivamente la humanidad encuentre los dispositivos técnicos necesarios para liberarse
del castigo del trabajo y hacer de él una actividad creativa y liberadora más. Pero es una
ilusión, no una promesa.



4. El protagonista de la exposición es el trabajador. Puede que un día le reemplacen las
máquinas en muchas de sus tareas, especialmente las más pesadas. Pero hoy sigue
siendo todavía el protagonista del trabajo, aunque como clase se haya diluido en la
medida en que la realidad social se ha hecho más compleja, lejos de la estricta división
entre empresarios y trabajadores o, para decirlo conforme a los cánones del marxismo,
entre propietarios de los medios de producción y fuerza de trabajo. Durante casi dos siglos
el trabajador, a través de sus organizaciones, representó la promesa de cambio radical en
la sociedad. El fracaso de la propuesta de máximos –el comunismo– que derivó en el
totalitarismo propio de cualquier proyecto que parte del principio de que todo es posible,
no debe hacer olvidar las extraordinarias conquistas sociales que la presión de la clase
obrera consiguió. Pero esta etapa de la aventura acabó. Ya no hay una imagen dominante
del trabajador. La diversidad social de los trabajadores es enorme, sus intereses no
siempre coinciden. Y siempre queda la sombra de los que no tienen trabajo y, por ello, a
menudo ni siquiera voz. En las sociedades avanzadas –donde se cuece la sociedad red–
todo es muy distinto del momento álgido de la modernidad industrial. Lo que no impide que
en otras partes del planeta –o en bolsas dentro de las propias sociedades avanzadas– se
den situaciones propias de los peores momentos de la acumulación de capital e incluso de
tiempos premodernos.

El test del trabajo en la llamada «nueva economía» lo dará precisamente la figura del
trabajador. Si realmente las nuevas prótesis tecnológicas le permiten ganar en autonomía
y libertad habremos avanzado. Pero nada está decidido de antemano. La sociedad de la
indiferencia y la sumisión es una amenaza no desdeñable, si se mantiene la lucha por la
competitividad y la productividad como cruzada nacional –o supranacional– para mantener
confundidos el yo y el nosotros. Lo decía el poeta Raymond Queneau: el fin de la sociedad
es el bienestar de los hombres y no el cumplimiento inexorable de las leyes de la
economía. Este debería ser el sendero por el que la aventura del trabajo podría encontrar
un final feliz.




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